Entonces la serpiente
dijo a la mujer: No moriréis.
Génesis 3:4
Un día.
El sexto.
En el noveno piso de la torre se
encontraban cuatro hombres en silencio. En una habitación enorme, con paredes
cubiertas de madera, sin más luz que la que entraba por el gran ventanal que
daba a la calle, hacia tiempo que las lámparas dispuestas en cada una de las
esquinas habían consumido su aceite. La habitación estaba adornada con un par
de sillones de cuero, uno frente al otro, sobre una alfombra con arabescos
formando círculos concéntricos. En la pared a la derecha del ventanal colgaba
un papiro donde estaba escrito, con letras que parecían pequeñas serpientes, el
versículo 216 del Segundo Libro del Corán. En la pared opuesta al papiro,
estaba un aguamanil zoomorfo tallado en una sola pieza de cuarzo sobre una base
de acero de tonalidad verdosa. Dando la espalda al ventanal, frente a la puerta
y perpendicular a los sillones, estaba un enorme escritorio de cedro cuya
madera aún perfumaba sutilmente el ambiente y sobre él un teléfono color marfil.
En el resto de la habitación no había más que oscuridad.
L de pie frente al ventanal miraba la
ciudad que ardía bajo el Sol, sobre su hombro izquierdo estaba parado su enorme
cuervo, profundamente negro como el traje que L vestía. A la distancia, las
patas del cuervo parecían brotar de los hilos de lana del traje. En un sillón,
D, sentado con las piernas cruzadas, miraba con atención la punta de su zapato
derecho pulcramente aseado mientras lo balanceaba de un lado a otro. J estaba
acostado sobre la alfombra con los ojos cerrados y los brazos cruzados bajo su
nuca. M estaba sentado en el otro sillón, con su saco doblado sobre el descansa
brazos. Al igual que los demás, vestía un chaleco negro, pero a su chaleco le
cruzaban sobre los hombros unas tiras de cuero que sostenía la funda del
machete curvo, como lomo de coyote, que descansaba en su lado izquierdo. M
acariciaba con suavidad la empuñadura de hueso del machete mientras veía las
motas de fino polvo que flotaban alrededor de la silueta de L recortada por la
luz.
El teléfono sonó.
Una vez
Dos veces
Tres veces
Nadie volteó ni hizo el menor intento
de contestar. Solamente el enorme cuervo giró su cabeza mirando con atención el
teléfono que vibraba ligeramente.
Cuatro veces.
Silencio.
Solo se escuchaba el leve crujido del
cuero de los sillones, la respiración acompasada de J y el roce de las plumas
del cuervo.
El teléfono sonó nuevamente.
Una vez.
L dio media vuelta y caminó hacia el
teléfono. El cuervo voló de su hombro dando un graznido hacia una de las
lámparas y desapareció totalmente entre las sombras. L contestó con monosílabos
y solo dijo vamos en camino antes de
colgar. Se pusieron de pie, acomodaron sus ropas y tomaron sus armas. El eco
del graznido aún se escuchaba cuando los cuatro hombres dejaron la habitación.
Llevaban los cuatro sus rostros
pintados con colores de guerra, cada uno con un patrón diferente de líneas
simétricas sobre frente y mejillas pero con la misma línea color rojo sobre los
ojos. Cada uno portaba el arma que les había sido asignada mucho tiempo atrás. L
conducía sin titubeos el potente vehículo Muscle color negro brillante, M era
el copiloto y J y D en el asiento trasero miraban con cierto desencanto las
fachadas de los edificios ruinosos y los cadáveres resecos que iban dejando a
su paso.
Llegaron puntuales a la cita, bajaron
hacia el sótano en orden uno tras otro hasta llegar a la enorme puerta que
flanqueaba el paso hacia el edén, y sin mayor trámite entraron en silencio al gran
salón. Sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, percibieron de inmediato el
montón de mujeres desnudas ocupando todo el lugar. Se adivinaban hermosas, su
piel brillaba en la oscuridad como el resplandor que deja el Sol al cerrar los
ojos. Cientos de jóvenes mujeres, unas usando antifaces de colores, cubiertas
parcialmente con kufiyyas o totalmente desnudas, riendo, jugando,
acariciándose, abrazándose, murmurando, ajenas a ellos.
Atravesaron el salón y llegaron al
umbral de la cámara donde ya se encontraba el
señor esperándolos. Usaba una máscara de basalto con los símbolos sagrados finamente
tallados, la cual lo hacía lucir aún más temible. Nadie conocía su rostro, y
por igual escuchaba y concedía peticiones de vida y muerte. El señor metió una mano en su abrigo,
extrajo una foto y se la extendió a L, “Tráiganla
de nuevo” ordenó y se dio media vuelta. En la foto, una pareja de jóvenes, hombre
y una mujer, desnudos; El joven la mira con una expresión de ternura, mientras
ella le muestra algo que sostiene en la mano derecha y parece regresarle la mirada,
aunque más bien parece mirar algo que se aproxima hacia ellos. Ambos irradian
inocencia pura. Los cuatro hombres salieron a la calle y la luz del día los
cegó por un instante, “de nuevo” murmuró
L mientras arrancaba el auto.
Fueron en busca de los informantes,
cuyos nombres D tenía anotados en su libro de pastas doradas. J siempre se hacía
cargo de los interrogatorios. Bastaba tan solo con que J colocara un dedo
índice sobre el pecho del informante, para que éste comenzara a hablar con la
verdad. Sabían que si J dudaba aunque fuera un poco de la veracidad de sus
palabras, sentirían los horrores de su arma y que, entre lágrimas y gritos, suplicarían
por que el abrazo de la muerte llegara rápido a aliviarles la locura y el
dolor. Pero para su desgracia nunca era así. Todos los informantes sabían algo
y sin titubeos soltaron nombres y direcciones, como si las palabras estuvieran quemándoles
la boca.
Al fin llegaron al lugar, el último en
hablar lo dijo: “Calle G, Edificio 2, Cuarto
25”. La puerta cedió con suavidad cuando L la empujó con una mano y entró
apuntando hacia el frente su revolver por puro protocolo; tras él entró M,
mientras D y J aguardaban en el quicio de la entrada.
Los jóvenes yacían desnudos en el piso
de la salita, estaban abrazados, parecían dos niños durmiendo plácidamente
luego de muchas horas de juego. M suspiró con fastidio, desenfundó su machete y
los separó con un corte limpio y preciso. Él se revolvió en la sangre que
comenzaba a correr por el piso, llorando quedito y apretando con fuerza su
costado. J se acercó y cargó con suavidad a la mujer que fingía dormir y se
apresuró a salir, seguido por D y M, dejando un caminito de gotas de sangre
tras de sí. L se quedó de pie mirando al hombre que seguía en el piso hecho un
ovillo. Aún tenía en la mano su revólver, apuntó hacia él y, sin saber si lo
hacia por piedad o por hastío, le disparó tres veces en la cabeza.
Acomodaron a la mujer en el asiento
trasero en medio de J y D, arrancaron el auto y se perdieron entre las calles
mal iluminadas. La herida de la joven aún seguía abierta, pero ya no sangraba.
Fue cuando faltaban unos cuantos minutos para llegar al edén, que sucedió. Ella
abrió los ojos mirando hacia la nada y de la herida, empezó a brotar una
especie de raíz blancuzca, luego otra y otra, cada vez con mayor rapidez. L se
orilló y detuvo el auto, los cuatro miraron fascinados como una nueva, e igual
de hermosa mujer, se iba formando. L echó a andar nuevamente el carro y a
ninguno de los tres les sorprendió que no se dirigiera a donde el señor los esperaba.
La torre fue cobrando altura conforme
se iban acercando. Aparcaron frente a la entrada y subieron las escaleras hasta
el noveno piso, cada uno llevando una joven entre sus brazos. Se encerraron en
la habitación, acostaron a la primera mujer
en la alfombra y conforme pasaban las horas, nuevas féminas iban correteando
entre risas de un lado otro asustando al cuervo. Los cuatro hombres se sentaron
en derredor de ella, contemplaron su cuerpo suave y sus labios rojos, se
miraron en silencio adivinando sus pensamientos. Sabían de antemano lo que iba
a pasar.
El teléfono sonó.
Una vez.
Dos veces.
Tres veces.
Toda la noche.
El cuervo se paró a un lado del aparato
picoteándolo una y otra vez intentando hacerlo callar.
En la madrugada lo sintieron llegar.
El edificio se cimbraba a cada paso que el
señor daba mientras subía las escaleras. D se asomó por el ventanal, “Vino toda su gente”, dijo con voz
clara. La gente del señor subía a
tropel por las escaleras o bajaba desde la azotea hacia el noveno piso. Los
cuatro hombres se pusieron de pie, acomodaron sus ropas, tomaron sus armas y
salieron de la habitación.
Rojo.
Las nubes tenían un suave tono rojo
esa madrugada. Después de la batalla, las escaleras, puertas y corredores de la
torre parecían estar cubiertos por diminutos rubíes. El señor bajó lentamente desde el noveno piso, cargando entre sus brazos
a la hermosa joven con la herida ya sanada. Se abrió paso entre los cuerpos
mutilados de su gente hasta alcanzar la calle. La acostó con suavidad en el
asiento trasero de su elegante auto, rodeó sin prisa el vehículo y subió por la
puerta opuesta. Acomodó la cabeza de la mujer sobre sus piernas, acarició
cariñosamente su cabello y dio la orden de partir al chofer. Al poner en marcha
el auto, una estrofa de un viejo bolero brotó de la radio y ella esbozó una
ligera sonrisa. Mientras tanto, en la habitación de los cuatro hombres, cada mujer
que era desvirgada se evaporaba tras el orgasmo, dejando flotando en el aire la
reverberación de sus gemidos.