A los quince años escuchaba con la misma atención con que escuchaba a mi padre darme consejos (es decir sin la menor intención de hacer caso) a Sabina cantar “Pastillas para no soñar”. Tal vez en algunas cosas si obedecí por mera conveniencia. Pero hoy, diecisiete años después busco en donde surtir esa receta y no precisamente porque quiera vivir cien años.
Los tiempos han cambiado, ahora ya no es tan común esperar con patética desesperación una llamada sentado en la sala, ahora todo es un código binario viajando por el espacio. Pero aún así, esos dígitos calientan, duelen y me hacen recordar lo negro de tus ojos y lo blanco de tu piel. Y vuelvo a aquella noche, cuando fingías llorar porque creías que te abandonaría en ese restaurante tan extraño, mientras iba a llamar por teléfono a mi mujer y nos vuelvo a ver cuando caminábamos perdidos por calles sin nombre, abrazados, muertos de risa y de frío.
Hace apenas un par de días desperté con un humor de perros, el sueño que tuve me perturbó. Soñé que veía a una mujer joven siendo violada por varios tipos, algo muy grotesco: lenguas, puños y penes entrando por su vagina; yo tuve miedo, pero finalmente vencí mi temor y me abalancé contra aquellos hombres. Luego todo fue confuso. Había risas y gritos. La mujer me reclamaba. Había interrumpido la filmación de una película porno. En fin, ese día me sentía fatal y un dolor en algún lugar del pecho que no logro precisar me cortaba la respiración. Sabía cual iba a ser la cura y lo confirmé cuando vi tu nombre parpadeando en la pantalla de mi teléfono. Los símbolos que me enviabas aliviaban mi espíritu atormentado.
¿Cuánto tiempo se necesitaba para conocerte? ¿Cuánto para comenzar a quererte? ¿Cuánto más para poder olvidarte? Yo aquí, lejos de todo, lejos de ti, mientras el sol me quema y voyvengo por los mismos caminos dejando tras de mi una nube espesa de polvo, imagino que voy tras tus pasos y te acompaño de arriba a abajo por las calles de Guanajuato y escucho la música que te hace bailar y veo la baratijas que compras y veo a los hombres que abrazas y besas. Y me pongo triste al ver como poco a poco éste vórtice va devorando al desierto y todo lo que en él habita; mientras en el tocacintas suena una canción que no habla de ti pero hace que te recuerde a cada verso.
Tengo la certeza de que así como agradecí cada una de los vueltas del tornillo-destino que me hicieron llegar a ti para poder besar tus hombros hasta que la luz del sol entró por mi ventana e iluminó tu cuerpo adornando mi cama matrimonial; así maldeciré el instante en que fui por ti, cuando te vi surgir de entre las alas de viejos buitres que intentaban levantar el vuelo.
Yo aquí -en medio de la nada, haciendo un esfuerzo por exorcizarme escribiendo esta confesión, mientras tu ríes y bailas, besas y vives mientras mi teléfono gira sobre su eje y en su pantalla, tu nombre, tu nombre brillando como la primera estrella de la noche en el cielo- escucho con atención la voz del viejo Sabina que me dice: “dile a esa chica que no joda más”.
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